El nombre no tiene nada mágico
-petróleo de esquisto (shale oil)–, pero está cambiando el panorama energético
mundial con fuertes consecuencias económicas y geopolíticas.
Estados Unidos, que se
convertirá en el primer productor de petróleo en 2017, deberá buena parte de su
crecimiento de este año a este auge del crudo y del gas de esquisto, que por
medio de un proceso más complejo se extraen del interior de las rocas.
"Está reduciendo su
importación de gas y petróleo y eso le permite mejorar su balanza de pagos, un
peso que estaba condicionando gravemente a la economía estadounidense", le
comentó a BBC Mundo Kevin Dunning, analista de economía global de la Unidad de
Inteligencia de la revista británica The Economist.
En efecto, durante todo este
siglo XXI Estados Unidos ha vivido bajo la doble sombra de su déficit gemelo:
fiscal y de cuenta corriente. Según la Agencia Internacional de Energía (AIE),
esta situación está cambiando.
Estados Unidos, que reinó a
principios del siglo XX con el petróleo texano, puede pasar a dominar el siglo
XXI con esta técnica de extracción del "oro negro".
"Esto va a ayudar a la
reindustrialización del país. Muchas de las fábricas que se fueron o planeaban
irse volverán para aprovechar las nuevas condiciones. Es un gran estímulo para
su economía", le dijo a BBC Mundo Eduardo Plastino, economista senior de
la consultora británica Analytika.
Según algunas estimaciones, se
invertirán unos US$45.000 millones en 2013 vinculados a la industria energética
y a este nuevo auge.
Una fiebre mundial
Estados Unidos no está solo en
esta carrera que puede cambiar el panorama geopolítico global. Los campos de
petróleo y gas de esquisto en la zona de Vaca Muerta, en Argentina, explicarían
la decisión del gobierno de expropiar YPF. El impacto del petróleo de esquisto
se está haciendo sentir en todo el mundo.
El año pasado, Argentina
expropió la petrolera YPF, controlada por la empresa española Repsol. Según
muchos analistas, los campos de petróleo y gas de esquisto en la zona de Vaca
Muerta explicaban la decisión del gobierno de Cristina Fernández, que desde
2010 estaba importando energía por un valor promedio de US$10.000 millones
anuales.
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