Tiene 111 años
y tres meses pero ninguna idea de cómo ha sido posible llegar a esto. Es
Alexander Imich, un neoyorkino de origen polaco que vive en un apartamento del
Upper West Side con vistas al Hudson.
Hace unos días
este supercentenario (término con el que se designa a las personas que pasan de
los 110 años) tuvo que hacerle frente al auge de su popularidad tras
convertirse en el varón más viejo del mundo, después de la muerte del italiano
Arturo Licata, el pasado 24 de abril, con 111 años y 357 días.
Imich conserva
su sentido del humor. Al ser preguntado por los reporteros del New York Times
sobre qué se siente al ostentar esta distinción, esbozó una media sonrisa y
sentenció: “No es como si fuera el Premio Nobel”…
"No tengo
tiempo todavía para pensar en ello", había confesado la semana pasada, al
recibir la visita de unos amigos que le llevaron una torta de chocolate para
celebrar con bastante atraso su fecha de cumpleaños, pues el pasado 4 de
febrero se encontraba hospitalizado recuperándose de una caída.
"Nunca
pensé que estaría tan viejo."
En efecto,
nació en 1903 y por delante de sus ojos pasaron todas las conquistas del ser
humano, aunque también toda la barbarie que el pasado siglo pudo generar y
vivir.
Hijo de una
familia judía de Czestochowa, al noroeste de Cracovia, Imich intentó enrolarse
en la marina polaca, pero su condición de judío se lo impidió. Fue entonces que
devino zoólogo, viajó por varios países de África y más tarde obtuvo un
doctorado en Química en la Universidad Jagellónica de Cracovia.
Seguidamente
vino la invasión alemana de septiembre de 1939 y junto a su esposa Wela,
Alexander se refugió cerca de la frontera con la Unión Soviética. Pero al
negarse a aceptar la nacionalidad soviética, fueron enviados a un campo de
trabajo comunista, el lamentable Gulag por el que pasaron tantos profesionales
y gente de bien.
Con el fin de
la guerra, al regresar a Polonia constataron que la mayoría de los miembros de
su familia había sido exterminada por los nazis. En 1951 emigraron a los
Estados Unidos, primero a Connecticut, más tarde a Nueva York. Desde entonces
este hombre no ha parado de investigar y de hacerse preguntas.
Wella murió en
1985, Alexander quedó solo en este mundo, pero consigo todos sus conocimientos
de ciencias ocultas y fenómenos paranormales, sobre los cuales publicó un libro nada menos que a la edad de 92 años.
Todavía
conserva en su apartamento una caja con cucharas y tenedores retorcidos por
otras personas a partir de la psicoquinesia, esa supuesta capacidad de nuestro
cerebro para influir en la materia. Pero a estas alturas de la vida, las
preguntas que le hacen a Alexander Imich son de otro tipo: ¿a qué se debe el
secreto de su longevidad?
El anciano
sigue sin explicárselo. “Simplemente no me morí antes”, ironiza. Nunca tuvo
hijos, por lo que supone que eso haya contribuido. También el cuidado de su
alimentación, siempre a base de pollo y pescado, siempre en porciones
mesuradas. O los buenos genes. O el hecho de que haya sido un joven atlético,
amante de la gimnasia, la natación… Nada de alcohol, recalca.
Alexander Imich
no tiene una respuesta precisa. Por lo pronto sigue vivo, y de paso no deja de
pedirle a quienes lo asisten que le traigan bolas de matzah, pescado relleno,
sopa de pollo con fideos, huevos revueltos…, pero sobre todo helados y
chocolate.
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